¡Buenas/os días, tardes, noches! Ya hace bastante tiempo que no escribo nada acá, pero no es porque no quiera: la universidad absorbe mi tiempo por completo, y me queda poco tiempo par escribir por placer. En esta ocasión les traigo un trabajo que escribí orginalmente para una clase de Redacción. El ejercicio era escribir sobre el que nosotros consideráramos el "mejor libro del mundo". Yo no considero que A Clockwork Orange sea el mejor libro del mundo, y tampoco es de mis favoritos; sin embargo, decidí escribir de él porque la película sí es de mis favoritas y no hubiese existido sin el libro. Con esa postura defendí el libro de Bürgess, y encontré cosas interesantes. Así que se los comparto, esperando que sea de su agrado. Por cierto... Esta vez adjunto la bibliografía, por si alguno de mis lectores está interesado en conocer más de algún tema de los que toco en el texto.
Anthony Burgess no
es, quizás, un autor imprescindible en la historia de la literatura universal,
salvo por su novela más conocida: A
Clockwork Orange (La naranja mecánica), publicada por primera vez en 1962.
Lo cierto es que algo tuvo que haber visto el director de cine Stanley Kubrick
para querer adaptarla a la pantalla grande y “hacer la mejor película juvenil
de la época” (Gary Leva,
2007) ―y una de las mejores de toda la historia del cine. Ahora el punto es ahondar
más en la obra e identificar esos puntos clave que llamaron la atención de
Kubrick, los elementos que hacen de La
naranja mecánica una novela imprescindible, aquellos factores que
provocaron que el nombre de Burgess no se perdiera con el paso del tiempo. Hay varias
razones por las que cualquier lector respetable no debería privarse de La naranja mecánica: la original forma
de utilizar el lenguaje como forma de autocensura, la configuración de sus
personajes ―especialmente de su protagonista― y, por supuesto, el hecho de que
sin la obra de Burgess no hubiésemos tenido la joyita de película basada en la
novela.
La
naranja mecánica sigue la historia de Alex Delarge, un adolescente que
gusta de escuchar a Beethoven y practicar la ultraviolencia, a lado de sus tres amigos Pete, Georgie y el Lerdo. El universo diegético de la
novela es un lugar no-utópico (o, si se prefiere, distópico), en el que las
cárceles están sobrepobladas y abundan bandas juveniles, como la liderada por
Alex, que practican la violencia sin razón, sin ningún tipo de respeto hacia
nadie: “¿Qué clase de mundo es éste? Hombres en la luna y hombres que giran
alrededor de la tierra [sic] como mariposas alrededor de una lámpara, y ya no
importa[n] la ley y el orden en la tierra [sic]” (Burgess, 2013, 16). La
sobrepoblación de delincuentes juveniles tanto en la cárcel como en las calles,
la aparente inhibición del mundo adulto para impedir que la plaga se propague y
el tratamiento deshumanizador que
utiliza el gobierno como forma de control sobre este problema, son algunas de
las características del lugar sin nombre en que nos sitúa Burgess en La naranja mecánica.
Luego
de algunas aventuras nocturnas en la que se incluyen una paliza a un anciano,
el enfrentamiento con una banda rival y la violación de la esposa de un
escritor Alex vuelve a su hogar, sin ningún remordimiento por lo que hizo. Así,
desde la primera parte ―el libro está dividido en tres― se puede comenzar a
identificar las características del protagonista. El nombre, en ocasiones, “es el centro de imantación semántica de todos sus
atributos, el referente de todos sus actos, y el principio de identidad que
permite reconocerlo a través de sus transformaciones” (Pimentel, 2014, 63). Así
pues, Burgess dice que eligió “el nombre de Alex porque era un diminutivo de Alejandro Magno, un hombre que
conquistó el mundo pero que con el tiempo fue vencido, quedó impotente y
privado de la palabra” (Hernández Luján, 2014). Alex Delarge, como Alejandro
Magno, estuvo en la cima y después se vio en completa inhibición como
consecuencia del experimento Ludovico: pierde su capacidad de discernir entre
el bien y el mal.
Sin embargo, Alex Delarge es más que una alegoría
por su nombre. Su personaje está bien delineado de principio a fin. Es un
personaje con una moral bastante dudosa, característica que se puede inferir
por boca de las niñas con las que Alex mantiene relaciones sexuales hacia el
final del capítulo cinco de la primera parte “Bestia, animal odioso. Monstruo
horrible y repugnante” (Burgess, 49), y por la misma reacción que Alex tiene
ante esta situación “Se fueron escaleras abajo y yo me hundí en el sueño, y la vieja
Alegría Alegría Alegría [sic] golpeaba y aullaba lentamente” (49). Es también
un alma sensible al arte, como algunos líderes de la vida real no tan
diferentes a Alex ―recuerde el lector a cierto militar miembro del Partido
Nacionalsocialista―: “La música siempre me excitaba, oh hermanos míos,
haciéndome sentir como si fuera el propio y viejo Bogo [Dios] en persona, listo
para descargar rayos y centellas y tener a los vecos [sujetos] y la ptitsas
[muchachas] crichando [gritando] en mi ja ja ja poder” (44). Como puede
observarse, Alex narrador intradiegético no tiene ningún reparo en mostrarse
como lo que es: un joven que se identifica con el Dios del Antiguo Testamento. Este
cinismo va en aumento conforme avanza la novela, cuando Alex es arrestado, él miente
desvergonzadamente a los oficiales “No fui yo, hermano, señor […] Defiéndame,
señor tan malo no soy. Señor, los otros me traicionaron y me llevaron por mal
camino” (72). Uno de los últimos momentos en que Alex continúa siendo un cínico
es antes de someterse al experimento Ludovico “―Oh, me gustaría ser bueno,
señor― contesté, pero por dentro, hermanos, smecaba [reía] realmente joroschó
[bien]” (98).
Pero nuestro personaje sería muy plano si no
estuviese sometido a una transformación, transformación que incluye Burgess en
su relato de una manera más que atinada. Hay que recordar que las dos
características de Alex son su cinismo y la sensibilidad al arte (especialmente
a la música). Así, el primer rasgo de personalidad se anula al ser sometido al
experimento Ludovico:
“comprendí que la música
que resonaba y crepitaba en la banda de sonido era de Ludwig van […] y entonces
criché [grité] como un besuño [loco]: ―[…] ¡Un pecado, sí, eso, eso, un sucio
pecado, brachnos [bastardos]! […] Usar de ese modo a Ludwig van. Él no hizo
daño a nadie. Beethoven no hizo más que escribir música” (116)
Alex siempre se muestra honesto y desvergonzado con el
lector, es decir, a nivel discursivo, pero en el nivel diegético es la primera
vez que se muestra débil, la primera vez que no finge. Esto se repetirá casi
hasta el final de la novela, como consecuencia del experimento al que es
sometido. Es también casi al final, y después de su intento de suicidio, cuando
Alex parece volver a su antigua condición violenta “pude videarme [verme]
clarito corriendo y corriendo sobre nogas [piernas] muy livianas y misteriosas,
tajeándole todo el litso [rostro] al mundo […] Sí, yo ya estaba curado” (182).
Sin embargo, en el capítulo final Alex Delarge sorprende al lector, al tomar la
decisión de reivindicarse porque comprende que su juventud ha terminado. El
final termina de redondear al personaje protagónico de La naranja mecánica.
Ahora bien, es difícil hablar de
originalidad cuando ya prácticamente todo se ha escrito; de esta manera,
resulta muy aventurado defender la novela de Burgess a partir de lo original
que puede ser (o no) el uso del lenguaje como forma de autocensura. Decía Foster
Wallace que “todas las Novelas Serias después de Joyce suelen ser valoradas y
estudiadas principalmente por su grado de innovación formal” (2007, 178). Así,
si hablamos de forma Anthony Burgess ―fiel admirador de James Joyce―nos muestra
en La naranja mecánica una pintoresca
manera de presentar la anécdota y de autocensurarse: un argot ficticio, llamado
Nadsat. El Nadsat combina elementos del ruso y de lenguas eslavas, además de
otro tanto porcentaje de palabras inventadas por el mismo autor. Esta característica
es, sin duda, una de las más emblemáticas de la novela, pues por página se
presentan alrededor de una docena de palabras en Nadsat (Evans, 191, 406). Lo
anterior no es un obstáculo para disfrutar de la lectura. Al lector de La naranja mecánica le bastan unas
quince páginas de lectura para terminar familiarizándose con el Nadstat; lo
cual no le quita su genialidad, sino todo lo contrario, pues hay que recordar
que fue utilizado más como elemento de autocensura que como recurso literario.
No es una conjetura considerar el
uso del Nadsat como recurso coercitivo, La
naranja mecánica fue censurada y autocensurada, como lo declara el mismo
Burgess. La censura es “el control del uso que los otros hacen del lenguaje” (Chilton y Schaffner, 305,
2008), no hace falta recordar que el mundo editorial es un negocio, que hay
cosas que pueden o no ser publicadas en función de la remuneración económica
expectante. Y fue precisamente el dinero el que llevó a Anthony Burgess a
acepar una segunda forma de censura (la primera fue voluntaria: el Nadsat):
mutilar su novela “en 1961 necesitaba dinero […] y si la condición para que
aceptasen el libro significaba también su truncamiento, que así fuera”
(Burgess, viii). En América el
libro llegó sin el último capítulo, el famoso capítulo veintiuno, en el que
Alex se reivindica. Esta última decisión abrumaría al autor de La naranja
mecánica hasta el fin de sus días, como lo refleja en el prólogo a la edición
de 1986.
Ahora bien, el uso del argot
juvenil como forma de autocensura funcionaba en el libro, pero no en la
película. La cantidad de palabras en Nadsat en el film de Kubrick (1971) es
considerablemente menor que en la novela homónima. Hay que tomar en cuenta que
son lenguajes diferentes, pero tanto Kubrick como Burgess utilizan el lenguaje
cinematográfico y literario, respectivamente, de manera impresionante. Kubrick
se “censura” (como Burgess) con los planos muy abiertos o muy cerrados (Leva).
De esa manera fue como el elemento de autocensura se mantuvo en la adaptación
cinematográfica. Por otro lado, la mutilación de la novela, para disgusto del
escritor, se vio reflejada también en la película. No es necesario destacar los
elementos que hacen de La naranja mecánica una gran película:
fotografía, guion (esto es relativo, pues no existió otro guion que la misma
novela), arte, producción, etc. Sin embargo, sucede como con el significado y
el significante: una no puede existir sin la otra. La naranja mecánica (la
película) tiene un lugar mucho más importante en la historia del cine del que
tiene la novela en que está basada en la historia de la literatura, pero son
inseparables. El nombre del escritor pasó a la historia gracias a que Kubrick
leyó su relato, aunque para Burgess haya sido desagradable el reconocimiento de
su novela a través de la película de Kubrick: “se resiste a ser borrada [La
naranja mecánica] y de esto la versión cinematográfica de Stanley Kubrick
es la principal responsable. De buena gana la repudiaría, pero no está
permitido” (Burgess, vii).
Ya sea que el espectador o
lector prefiera más el final con el capítulo veintiuno o sin este, es innegable
que la novela está muy bien construida con y sin el mencionado capítulo. El
personaje de Alex contiene rasgos de personalidad que lo han convertido en un
personaje inolvidable. Sorprende también el hecho de que el autor de una novela
tan censurada ―voluntaria e involuntariamente― haya utilizado esa coerción a su
favor. Finalmente, cualquier cinéfilo estaría de acuerdo en lo que implicó La
naranja mecánica para el cine. No obstante, afortunada o
desafortunadamente, si Anthony Burgess no hubiese escrito la novela, el mundo
entero se habría perdido de un gran film y esta es una de las razones de más
peso por las que el mundo no puede prescindir de La naranja mecánica.
-Bürgess,
Anthony. La naranja mecánica. Trad. Aníbal Leal. México: Booket, 2013.
-Chilton, Paul y Christina
Schaffer. “Discurso
y política” en Dijk, Teu a. Van (comp.). El discurso como interacción social. Barcelona: Gedisa, 2008;
pp 300-325
-Evans, Robert O. “Nadsat:
The Argot and Its Implications in Anthony Burgess' ‘A Clockwork Orange.’”
Journal of Modern Literature, vol. 1, no. 3, 1971, pp. 406–410.
www.jstor.org/stable/3831064.
-Foster Wallace, David. Hablemos de langostas.
Trad. Javier Calvo. Barcelona: Mondadori, 2001, pp. 168-179
-Great Bolshy Yarblockos! Making ‘A Clockwork Orange’. Dir. Gary Leva
(2007). Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=qnXOmfo7liU&t=33s
-Hernández Luján, Raquel. “Cine de
ciencia-ficción: La naranja mecánica” (2014) disponible en http://www.hobbyconsolas.com/reviews/cine-ciencia-ficcion-naranja-mecanica-71858 consultado el once de febrero
de 2017.
-Pimentel, Luz Aurora. “La dimensión actoral del
relato” en Pimentel, Luz Aurora. El
relato en perspectiva. México: Siglo XXI, 2014; 59-94